lunes, 20 de febrero de 2023

CERROS Y VALLEJOS DE TORREJONCILLO DEL REY

“Un abandono de siglos, ha provocado la marginación de los pueblos de Castilla, perdidos entre los surcos como barcos a la deriva”.

Miguel Delibes. Castilla, lo castellano y los castellanos. 1979.

LOS LLANOS.

La pasada primavera en una de sus luminosas tardes en los que comienzan verdaderamente los días a alargarse, tratando de localizar restos de hornillos de yeso para el estudio que finalicé en el mes de abril sobre el yeso tradicional (Torrejoncillo del Rey. Un pueblo de aljez. Abril de 2022), estuve deambulando por uno de los parajes más espectaculares y fascinantes del entorno del pueblo. Se trata del Salto de la Yegua, y todo el cauce o escorrentía del Arroyo del Carretero que cuartea esta zona del término en diversos parajes, por los que caminé absorto ante tan enigmático sitio.

A pie de los yacimiento Ibéricos de la Edad del Bronce y la Edad del Hierro del cerro vigía de La Atalaya y de la Plaza de Armas, cueto desde donde nace este arroyo que da origen a su nombre: la Fuente del Carretero, encontramos un torrente que abre la tierra en numerosas callejuelas formando pequeños barrancos serpenteantes y majadas entre dolinas -muchos de sus tramos transitables, como laberínticos desfiladeros refulgentes a la luz del atardecer por los restos de espejuelo incrustados en sus paredes-, esquivando caminos sinuosos de servidumbre a las escasas parcelas de labor, circundando eriales de plantas gipsófilas, o pequeñas parcelas inaccesibles de viejos olivos olvidaos; parajes que confluyen todos en este arroyo que rotura el suelo como una calle principal hasta el valle del propio rio Gigüela en el paraje del El Batán, próximo al antiguo Molino Buedo o Güedo.

Panorámica del paraje Salto de la Yegua. La Atalaya y Los Lanos, al fondo

Panorámica paraje Salto de la Yegua. La Atalaya y Los Lanos, al fondo.

El paisaje en algunos momentos parece lunar, con terrenos yesíferos, grisáceos y arrugados, algunos como digo roturados para plantaciones principalmente leñosas; otros ajardinados por la mano caótica de la naturaleza de esta rica y diversa vegetación endémica característica de nuestro término. En otros momentos la vegetación se hace más espesa y frondosa, abundante de matorral y aligas que laceran las pantorrillas del camínate incauto que se aventura al camino con las corvas abajo al aire. El paseo se hace interesante, pues a cada paso que damos encontramos ocultos entre altozanos nuevos espacios, depresiones que forman refugios o majadas, pues no en vano encontramos también otro paraje al sur, bordeado por el arroyo y el camino a Valparaíso, el de Las Majadillas, ya próximo a la Mina de la Mora Encantada.

Panorámica paraje Salto de la Yegua. La Atalaya y Los Lanos, al fondo

En esta zona podemos encontrar abundante espejuelo, en considerable tamaño y cristalina transparencia (a salvo aun del turista depredador, a pesar de la cercanía de la Mina de la Mora Encantada que ya tiene sus alrededores esquilmados de restos de este tesoro mineral, quedando escasas lascas en su entorno), señal inequívoca de la existencia aquí de una mina romana aun por descubrir, tal y como atestiguan los arqueólogos María José Bernárdez Gómez y Juan Carlos Guisado di Monti por sus investigaciones llevadas a cabo sobre el terreno, y a los que tanto debemos en Torrejoncillo del Rey y la comarca de la Alcarria conquense por sus trabajos en estos campos de la geología y la minería.

Ocupación que no sin denuedo y altruistamente en muchas de sus actuaciones vienen desarrollado desde la década de los noventa, pioneros que fueron en la investigación del lapis specularis; y que tantos frutos podrían estar dando a los municipios de los Cien mil pasos alrededor de la ciudad hispanorromana de Segóbriga, si la voluntad Administrativa de los cuatro niveles del Estado: Local, Provincial, Regional, y Nacional, incluso de la propia población sumida en la atonía por la pandemia de la despoblación y el envejecimiento de la comarca, fuera firme, coordinada y con políticas convergentes, de proyectos concisos y ambiciosos; desechando esta situación actual tan errática en la gestión del patrimonio de minas, sin continuidad alguna, y dejando en manos de los pequeños Ayuntamientos sin grandes recursos y al albur de sus alcaldes, las escasas e insuficientes actuaciones que se están llevando a cabo. Quizás con la honrosa excepción del expresidente de la Diputación Provincial de Cuenca, Benjamín Prieto, en esta desidia institucional, quien apostó de una manera inequívoca y decidida por la protección y desarrollo del patrimonio arqueológico de la minería romana de la provincia. O el claro ejemplo como la unción de esfuerzos es posible entre administraciones, de la Mina romana de lapis specularis del Espejuelo de Arboleas en el valle de Almanzora, en la provincia de Almería.

Retorno al camino. Me había quedado en el Molino Güedo, situado en un corto caz perdido del Gigüela frente al Batán, del que únicamente queda en pie una pared de vieja piedra de yeso, oculta entre olmos centenarios y chopos de grandes ramas retorcidas y tronchadas descansando en el curso del desagüe, como restos fósiles de tentáculos de un mitológico kraken alcarreño en un imaginario océano de yesos. Desde este molino, prácticamente situado junto al camino de la Covatilla que transita paralelo al río hacia Horcajada de la Torre, y que también da nombre al paraje, vemos la desembocadura del Arroyo del Carretero; y entre él, los parajes de Valdegalindo al sur, y Pozo Sales al norte, con el corral y chozo de Mahoro resguardado entre pinos; y en lo alto, vigilante, La Atalaya, cerrando estos parajes ocultos, acogedores, bellos y poco transitados.

Corral y chozo de Mahoro

Restos del Molino Güedo

Zona del paraje del Pozo Sales a la altura del Molino Güedo a la izq. del Camino de la Covatilla, y al fondo nuevamente la Atalaya.

Si nos acercamos al término desde la carretera comarcal CM2102 viniendo desde Palomares del Campo, vemos como Torrejoncillo del Rey se sitúa equidistante en el centro de una curva de ballesta formada por una sucesión de cerros y vallejos encarados a la Mancha Alta, hacia al suroeste, como viejos barcos varados inútiles e inservibles, extenuados de navegar a la deriva en este mar de yesos, postrados al cálido sol de poniente de la llanura manchega. El pueblo, situado al pie del Cerro de las Carrasquilla, en un pequeño altillo a una altitud de unos 930 m, se encuentra escoltado entre el vallejo del Hortizuela y del Quemado, como una flecha reposando en el canal de esta ballesta geológica de depresiones y alcarrias, punta en línea a la meseta.

Alineación de cerros, de dcha. a izq.: La Moraleja, Gollizno, Cerro Calero y Valdepascual, y las Carrasquillas.

Si hacemos un recorrido a la inversa, es decir llegando desde la capital de la provincia continuando el curso del río Gigüela desde su nacimiento en la Sierra de Cabrejas, salvada la desembocadura del rio Valdepalomar, el primer vallejete que nos encontramos es el Barranco Gil, frontera entre los términos del pueblo y pedanía, escorrentía de elevada pendiente de apenas 1 km de longitud que evacúa las aguas desde Los Llanos de Horcajada al río. El segundo vallejo es el formado por el citado Arroyo del Carretero, también de elevada pendiente y escaso recorrido si no fuese por lo serpenteante de su curso. Entre ambos se encuentran los parajes abruptos con los que comenzaba este paseo de La Atalaya -en una altitud de 1050 m-; la Plaza de Armas -990 m-; y el Pozo Sales, el Salto de la Yegua, y las Majadillas a un mismo nivel menor de unos 930 m sobre el nivel del mar; y con la característica común de encontrase salvajes y olvidados de la mano laboriosa del hombre, salvo alguna punta de olivar y otras mínimas roturaciones aisladas de cereal o girasol hasta las grandes extensiones parcelarias, ya en la vega y camino a La Mancha Alta. 

Panorámica desde Los Llanos de Horcajada. A dcha. el puntal de los Llanos, en el centro de la imagen el Barranco Gil, hacia la izq., La Atalaya. Al fondo el Cerro de San Bartolomé.

Barranco Gil.

El Salto de la Yegua desde La Atalaya, y el valle del Gigüela con la Dehesa al fondo; y en la línea del horizonte, la sierra de Almenara.

El altiplano que comúnmente nombramos como Los Llanos, con numerosos restos de colmenares y encerraderos de ganado identificados nítidamente a vista de pájaro, quizás con una de las reforestaciones más antiguas llevadas a cabo en el municipio en gran parte de su extensión, y que bien merece un caminar tranquilo tras la subida desde cualquiera de los puntos desde los que hayamos partido hasta ganar esta elevación, dibuja una especie de “i griega” formada por los extremos de la Atalaya al Collado de la Hortizuela hacia Naharros, con una longitud de casi dos kilómetros, y el del cerro de la Olivilla de la Virgen en Horcajada a Pinchaieres, de un kilómetro de distancia aproximadamente. Donde en el vértice de esta “y” imaginaria, delineada en las margas y calizas tableadas que forman el Llano, establezco el centro del refugio circular de pastores y ganados del Chozo Murie.

Detalle del mapa 1:25000 del IGM, de Torrejoncillo del Rey. Paraje de los Llanos.

La ladera abajo, de formación geológica más indulgente en toda su amplitud para la roturación, de limos arcillosos con cristales de yeso y margas, ya de regreso al pueblo, salpicada de las frecuentes cuadrículas desordenadas de olivos alineados entre pinares, pequeños huertos, corrales, zarzales y aliagares, abandonando este alto estratégico, acoge una serie de parajes ahilados cauce arriba, algunos bien conocidos como el de la Hoya del Hocino, los tablares de la tía Blasa -con su corral cuadrangular del Tío Chines a escasos 250 m al sur del de Murie-, y el Molinillo, hasta terminar en el citado del Collado de la Hortizuela, cayendo pues al valle del río, el tercero de los valles que vengo enumerando. El Arroyo del Hortizuela, de nacimiento en el Espumarejo a unos 1084 m de altitud en el vértice de Villarejo en el Monte, quizás el de mayor altitud de ambos llanos, incluso de todo el término, es uno de los dos principales arroyos junto al de Valdelacasa (en el que más adelante nos adentraremos), de esta sucesión única de cerros y vallejillos que configuran la fisonomía de Torrejoncillo del Rey. 

Panorámica desde el Vadillo en la Ctra. De Naharros, del vallejo del Hortizuela. De izq. A dcha. parajes como Plaza de Armas, Pinchaires, Hoya del Hocino, Tablares de la tía Blasa, y el Molinillo, en la ladera sur de los Llanos.

Este vallejo, con una extensión de dos leguas, abre el término hasta Naharros en su salida natural a Cuenca, hacia la Serranía, configurando al norte el Monte. En este valle se encuentran muchos de los principales nacimientos y manantiales que abastecen el municipio y las pedanías, o regaban los innumerables huertos en ambos márgenes del Hortizuela. La fuente de Pinchaires, la de la Hoya del Hocino, o la del Chopillo…, a solana, es decir al margen izquierdo del rio y la carretera abandonada por la Junta. O en la umbría las de la Melonera, Don Pedro, las Carabinas, el Mayorazgo, y por último Valdepinosillo -vertiente que quiebra la ladera con un nuevo barranco desde la Senda de la Morquera-, hasta el nacimiento citado del Espumarejo, ya en el término de la pedanía de Villarejo Sobrehuerta.

Aun dispone de una fuente de vida más, la de Fuente del Sauco o Fuentesauco de nacimiento en la Pajarera -donde podemos encontrar una de las escas plantaciones aun en el término de lavandín, y el Corral de la Pajarera-, el postrero de los manantiales que también alimenta el nacimiento del río, dividido en dos cursos a la altura del paraje del Valdepinosillo, como una lengüecilla bífida. Esta última fuente, ¡cómo no!, también forma parte del otro río artificial, subterráneo e indefectible: la red en alta de abastecimiento de agua para consumo humano del pueblo. ¡Fuentes, y más fuentes de agua limpia y sana, mineral, que regaban los huertos del valle, otrora abundante y ricos de verduras, hortalizas y frutales, sustento de muchas de las economías domésticas del pueblo!

Hoy la mayoría de estos hontanares se encuentran perdidos, invadidos de zarzas, inaccesibles, o secos sin apenas agua por la falta de nieves, de la que la poca aflorada es consumida en su totalidad por la población, o desperdiciada por la antigüedad de las redes de abastecimiento y falta de control y regulación, perdida en las oquedades y minas del subsuelo urbano. Sin lugar a sobrantes que mantengan un mínimo cauce ecológico, salvo cuando la demanda de consumo cae en las épocas de menor personal en el pueblo, o cuando los análisis sanitarios muestran el envenenamiento y las hacen no aptas para el consumo por el exceso de nitratos, a causa de la sobreexplotación de fertilizantes y purines de las tierras de labor de ambas alcarrias torrejoncilleras: la explorada hasta aquí en este relato de Los Llanos, y en la que nos adentraremos a continuación del Monte hasta el valle del río de Valdelacasa.

En el Hortizuela sólo vemos correr el agua en estos casos, o en su natural función de evacuar las aguas de las lluvias copiosas y las escorrentías por las ramblas en los momentos de tormentas, como un cauce errático y triste, en ocasiones violento, de agua en descomposición, melancólica y decepcionada por el consumo descontrolado, o por el envenenamiento del exceso humano en los tratamientos agrícolas y la sobreexplotación del vertido de purines de las granjas porcinas; añorando aquel hortelano laborioso, preciso en la administración hidráulica, y agradecido en la labor bien hecha.

La ausencia de la mano ordinaria del aldeano ha dado rienda suelta a una Naturaleza hegemónica, con su extensión salvaje y descontrolada, caprichosa, adueñándose e invadiendo estos rincones de antaño cuidados y ordenados como extensiones del hogar propio, que si bien escasamente productivos en términos agronómicos, sí vitales para las economías básicas de las familias de estos pequeños municipios de la España vacía. Sin perder de vista la labor callada, esencial para la defensa, conservación, y cuidado del medio ambiente de la comarca; en este vínculo entre hogar y medioambiente que se mantenía de recolección en recolección entre las generaciones que nos precedieron, hoy roto este equilibrio inexorablemente una vez perdida la herencia compartida y el abandono de estas tierras ásperas, pobres e improductivas.

Hoy los urbanitas se abrazan a los árboles según parece para mejorar la concentración y reducir los niveles de ansiedad y estrés que les provoca el mundo moderno, aumentada por la presión y alarmismo de grupos políticos de presión extranjeros; cuando quizás si en vez de este pasivo y estéril paliativo, la prescripción fuese ceñirse al astil de un azaón disciplinario, aferrarse a una desbrozadora estimulante, o manejar un motosierro vigorizante para cuidar la tierra de sus ancestros, serían sin duda remedios eficaces que mejorarían la salud desquiciada del mundo moderno, contribuyendo a reducir los niveles de ansiedad y estrés, y el consumo de ansiolíticos.

Es fácil desde esta posición de cuentista vanidoso, emborronar el papel de demagogia, como un alcaraván estridente, con lo que he de aplicarme humildemente el refranero, consejos vendo, que para mí no tengo. Pero la verdad es que no puedo dejar de sentir apesadumbrado esta pérdida de conservadurismo, de administración cotidiana y renovación de los escasos recursos del capital social y del económico que proporcionaba  la comarca. De la ausencia de una verdadera ecología social, próxima a las circunstancias cotidianas y a las necesidades locales, y que no llegue impuesta mediante tratados y agendas inasumibles, confeccionadas en despachos ignotos por funcionarios al servicio de no se sabe bien qué intereses ajenos al “sentimiento local”, dogmas impuestos a golpe de presupuesto y políticas de amedrantamiento, con soluciones inalcanzables que no están en nuestras manos, y que sólo provocan desasosiego y zozobra. ¡Cómo contener una naturaleza desatada en un mudo rural en descomposición, apenas sujeta por los escasos agricultores y cazadores!

Arroyo del Hortizuela, a su paso por el paraje de las “Nogueras de Murie” y el nuevo bosque de las Hadas

Una vez más, ante la encrucijada de caminos en este relato de paseos por parajes de Torrejoncillo del Rey, salgo por otros derroteros enfangados de difícil salida y que se escapan al objeto de la narración, con lo que retorno a la senda del valle que no debería haberse abandonado.

Qué agradable resulta el paseo por esta magnífica cuenca del Hortizuela entre los Llanos y el Monte, dejarse llevar por el sonido del agua corriendo lentamente por este cauce, que agudiza los silencios de este paisaje encantador, con algunos rincones sobrecogedores, incluso “fantásticos” como el Bosque de la Hadas junto a las nogueras de Murie, próximo al frustrado proyecto de piscina de Jacinto, hasta adentrarnos al pueblo por el camino desde el Puente Nuevo: vista a la izquierda la castea de Abundio y el nuevo colmenar de Paco Briones; hasta llegar a la siempre enigmática Ermita de la Esperanza, y el cementerio -el otro pueblo tranquilo- a la espalda, cerrando este círculo telúrico con el que comenzaba esta empresa.

Bosque de las Hadas

Panorámica del valle del Hortizuela y Torrejoncillo desde la Era Mata a su llegada a la Puentecilla. Al fondo a la dcha., el Cerro de las Carrasquillas.












El caminante sobre el mar de nubes', de Caspar David Friedrich. 1918. Museo de arte en Kunsthalle de Hamburgo (Alemania).

EL MONTE

El siguiente altiplano, de mayor extensión, es el del Monte. Comenzamos la excursión nuevamente colina arriba, subiendo desde el Puente Nuevo por el camino de Fuentesauco, para abandonarlo enseguida apenas avanzados unos metros, y tomar a la derecha una antigua senda pina de caballerías, hasta encontrarnos con la Fuente de la Tecla, donde haríamos una parada de descanso y tomarnos el tiempo suficiente para volver la vista atrás y contemplar el paisaje espectacular que abandonamos. Esta fuente mancomunada como todas, nutría igualmente numerosos huertos dispuestos en pequeños tablares, ordenados y pulcros, sustentados por muros precisos de piedra de yeso, en esta media ladera de Don Pedro y el rincón de Las Carabinas. Cada uno con su poza y regueras comunicantes, como el de Cruz, Repollo -que posteriormente pasaría a ser de Pepe Moya. Recuerdo el visitarlo siendo niño muchos atardeceres a lomos de la borriquilla hatera de mi tío abuelo llegando por la senda desde los depósitos del agua, espantando tábanos y evitando sus picaduras caprichosas, sin distinción de niño o bestia, y el sabor del bocado al pepino virgen, recién arrancado de la mata, fresco y limpio en la poza. Hoy vericuetos inaccesibles, sólo visitado por jabalíes y cazadores, engullidos por la salvaje vegetación.

Recuperado el resuello, abandonada la nostalgia, completamos la elevación hasta los 1.055 m de altitud, hasta llegar al cerro de las Carrasquillas. Este cerro, con el controvertido monumento al Sagrado Corazón de Jesus emplazado en el puntal de su cima, franqueado por siete viejas encinas, ofreciendo desde su pedestal toda la extensión de Torrejoncillo del Rey, desde donde se dibujan a la perfección sus calles y plazas desde este mirador sobresaliente, será el buque insignia de este relato de Cerros y Vallejos, por la significación para el pueblo y el simbolismo que contiene, como un icono rural de arte pop, que este paraje excepcional representa para los hijos de Torrejoncillo.

“¡Qué me lleve el aire a las Carrasquillas!”

Así se lamentaba hace unos días Angelita, mi suegra, acordándose en su convalecencia del cerro emblemático, como un verso postrero. Quizás junto con la exclamación ¡Ay, Virgen de Urbanos!, sean las dos expresiones más recurrentes de los nacidos del pueblo en momentos de tribulación, en esta influencia inquebrantable del terrero sobre sus habitantes, referencias que permanecen toda la vida en el subconsciente, como asideros inalterables de pertenencia, a los que siempre se acude y regresa en busca de amparo.

Torrejoncillo del Rey desde la desparecida Ermita de San Roque. Al fono el cerro de las Carrasquillas, con los siete quejigos y el monumento del Sagrado Corazón de Jesús en el puntal.

Cansados de salvar tantos montículos, damos la espalda al pueblo, tratando de retener las vistas y sensaciones recibidas desde las Carrasquillas, para continuar llaneando hacia el este, hasta llegar a la carretera de Huerta de la Obispalía, atravesando el paraje del Modorro. Dejando al norte los puntales o vértices de la Mochuela y la Morquera -a 1.071 m de altitud- giraremos sobre nuestros pasos buscando el nacimiento del Vallejo del Quemado en la Fuente del Piojo, nuestra siguiente estación. No sin antes visitar dos corrales supervivientes, alineados y circulares, ubicados a la altura de Don Pedro, en las Carabinas, y un tercero principal de mayor tamaño, ya desaparecido, el del Corral del Tío Remolín, donde antaño encerraban los toros y vacas, pastoreados desde Cuenca, para las fiestas de feria de Torrejoncillo, Palomares del Campo, y Montalvo, en los meses de septiembre, para san Miguel, finalizados los tiempos de las cosechas de cereal y la vendimia.

Desde esta fuente arranca nuestro cuarto cauce, que con una longitud de unos 3 km se adentra en el pueblo por las antiguas huertas del Convento franciscano de los Ángeles Custodios, entre las Ermitas de la Soledad y de Ntra. Sra. de la Paz, a través del barraco encauzado de obra de piedra en su traza urbana, con la piscina y las instalaciones deportivas municipales a un lado, al sur, y la Huerta Niso al norte, hasta desembocadura en el Hortizuela, en la Puentecilla

Vallejo del Quemado, y el cerro de Valdepascual

Este bordaño alimentaba toda una red de pozas desperdigadas en orden descendente por la ladera de Valdepascual, a su vez alimentadas por otros pequeños manantiales, que regaban innumerables huertos a lo largo de todo este vallejo; comenzando con el de Eño, para continuar con los de tío Silvestre, Mohíno, Inri, Pinchaculos…, hasta llegar al último, el huerto que fue de Orejones, antes de la entrada del arroyo al pueblo Hoy apenas se mantienen un par de estos nichos de vida hortícola en producción ocasional y de esparcimiento, dejando así su misión principal de antaño de contribución indefectible a las economías domésticas del pueblo para convertirse su explotación en actividades de ocio y entretenimiento. Descender paseando por este valle en las largas y luminosas tardes de primavera es un espectáculo impagable, acercándonos lentamente como un zum al pueblo, con el Convento y el Silo al fondo ocupando el centro de visión, y a lo lejos, en la línea del horizonte, peinado los campos, el canal del Trasvase Tajo- Segura

Borda

ño en una de las pozas del huerto del tío Silvestre.


Restos de la Ermita de Ntra. Sra. De la Paz del antiguo convento franciscano de los Ángeles Custodios tras el silo del SENPA. Al fondo el Trasvase Tajo - Segura.

No es el momento aun de descender, y continuando en el páramo, desde la fuente del Piojo, salvaremos la Tiná de Timote, para bordear, manteniendo con altibajos los 1.070 m de la curva de alto nivel de este nuevo paraje de Alto de la Azuela, los cerros de Valdepascual y Calero, asomados permanentemente al espacio que desde estos nuevos cerros se nos ofrece a poniente.

A partir de aquí es un continuar paseo entre las tierras de labor de secano para el cereal y el girasol, entre encinares, pedregales y tomillos, y esquivando los colosales generadores de energía eólica recientemente elevados, y que tanto han cambiado la fisonomía del Monte, para el consumo de esta electricidad alternativa, aldeana, de los patinetes, bicicletas, y vehículos eléctricos de los urbanitas allá en las ciudades sostenibles. Potentes máquinas, inmisericordes, esenciales para el nuevo modelo de economía circular: “extracción, diseño, producción, distribución, consumo, recogida, y reciclado”. Y yo apunto eliminación, pues por mucho que quieran publicitarnos la cuadratura del círculo, la existencia de residuos es real, como muy bien percibe esta comarca y las aledañas, “privilegiadas”, potencialmente receptoras de desechos en nuevas instalaciones de nombres inciertos, distorsionados, cuyas nominaciones, en una perversión del lenguaje calculada, interesada y maniquea hasta la náusea, deforman y camuflan interesadamente hasta la exasperación, su verdadero y selectivo fin.

De estos generosos lugares, en este imperfecto y falsario círculo ecológico, parten la energía y el agua, la materia prima agroalimentaria y su primera transformación, y regresan los residuos para su valorización, almacenamiento, o eliminación a esta tierra esquilmada y exhausta. Además de aportar la última vitalidad con la emigración irreversible de la juventud, sin opción al necesario relevo generacional para la subsistencia de la provincia del crimen: como sabemos por el último dato del INE, Cuenca continúan perdiendo población, no logrando al menos recuperar la cifra de los 200.000 habitantes.

El pasado mes de octubre en el acto de inauguración del parque eólico que lleva el nombre del paraje donde nos hemos parado en este relato, los gerifaltes, embarrados, nos informaban que CLM se acerca a los 9.5000 MW de potencia instalada en energías limpias, en un alarde de economía sostenible. La puesta en servicio del parque va a producir energía eléctrica equivalente al consumo anual de cerca de 100.000 hogares, contaban alegremente. ¡100.000 hogares, se dice pronto! ¿Sí, pero dónde?, si el tamaño medio de un hogar en España es de 2,50 personas -y decreciendo año a año-, ¡en toda la provincia de Cuenca son 78.000 los hogares! O sea, que sólo el Parque Eólico de “El Monte” abastece a más de todos los hogares de la provincia ¡Qué locura de fanfarronas cifras!, dándose ya la paradoja de desconexiones selectivas de parques eólicos por el exceso de producción eléctrica, ante la falta previsión para ampliar la capacidad de la red eléctrica española, para el almacenamiento, distribución, y su interconexión.

En el término municipal de Torrejoncillo del Rey, donde no se supera los 2 habitantes/km², se han instalado 505 MW: 19 generadores de 5,5 MW c. u. a sumar a los 400 MW del nuevo parque solar, es decir según nos indican corresponderían ¡al 5% de todas estas energías limpias de Castilla – La Mancha! Salvo por los jugosos impuestos para la municipalidad por obras, cánones, y futuros IBI´s industriales por estas grandes obras privadas, las políticas de compensación que deberían desarrollarse para la zona por la degradación del medio ambiente son manifiestamente inexistentes (por ejemplo para la recuperación Medioambiental, o el Patrimonio Cultural y Natural; y bien al contrario, en un acto torticero desmantelan infraestructuras básicas, vertebradoras, como la antigua línea de FF.CC. Madrid – Cuenca - Utiel). Y la envejecida población residual, aquellos escasos abuelos que aún permanecen en el terruño, observan con sus ojillos vivaces y cansados, quizás algo curiosos por el despliegue técnico para la gran obra energética y el paso efímero de recursos humanos foráneos, socarrona e indiferentemente la realidad del nuevo mensaje económico -como si ellos no supieran lo que es la sostenibilidad después de una vida plena en el difícil equilibrio entre trabajo y supervivencia en esta tierra dura siempre vacía-, que no es otro que el monótono girar al capricho del viento de las aspas de los molinos y el refulgir que pronto los espejos solares proyectarán al cielo, deslumbradores, desafiándolo en día y noche, mientras se desvanecen sus recuerdos y la vida termina, “mirando como atardece y viendo toda la mar enfrente” de cerros y llanuras. Y entre tanto, indiferente y soberbia la energía fluye velozmente bastardeando el paisaje, para el uso y disfrute en las ciudades insolidarias y exigentes, insaciables. ¡Otro charco!, ¡qué facilidad! Hay que salir de aquí y volver al camino, antes de acabar enfangado totalmente. Trataré de salir airoso con la poesía del maestro M. Alcántara y la música de la cantaora Mayte Martín de por medio.

No pensar nunca en la muerte

y dejar irse las tardes

mirando como atardece.

Ver toda la mar enfrente

y no estar triste por nada

mientras el sol se arrepiente.

Y morirme de repente

el día menos pensado.

Ese en el que pienso siempre.

Deambular por este altiplano, dada su extensión, llevaría varias jornadas para el camínate inquieto y curioso, máxime si cambiáramos de dirección al este para adentrarnos en los parajes extramuros de Los Llanos y Los Entredichos y asomarnos a la cuenca del Río Záncara, ya en los términos de Villarejete y el del pueblo vecino de Huerta, capital porcina de la comarca, con cerca de 21.000 cabezas de ganado porcuno, entre madres, lechones, cebo, y verracos; repartidas por los parajes de su término de Poo, Aliagares, Hontanillas....

Vista del Monte, con los nuevos generadores eólicos, en el Ato de la Azuel.

El cerro Calero es un otero esquivo, humilde y modesto, prolongación de Valdepascual, a una menor altura, sobre los 1.050 m, como queriendo soltar amarras del Monte para abandonarse a la calidez de la llanura, con su árida ladera erosionada por torrenteras, coronado de jóvenes pinos roderos hasta casi alcanzar su puntal de La Tarasca, como el cráneo tonsurado de un frailecillo franciscano. Sólo las fuertes heladas de los eriales y labrantíos parecen sujetar en el alto esta coyunda geológica. 

Vista del Cerro Calero desde la Ermita de Ntra. Sra. de la Paz. Ocultos entre la niebla, Valdepascual y generadores eólicos.

Si caminamos en equilibrio por su ladera sur, sin dejarnos arrastrar por el influjo de la llanura y amparados en la seguridad del Monte, nos adentraremos en el siguiente vallejo, el del arroyo de Fuente Canal. Este cauce es alimentado una vez más por pequeñas fuentes y manantiales a lo largo de su curso de unos 3 km de longitud hasta desembocar en el de Valdelacasa, ya en el paraje del Mojón en el cruce de la CM 2102 con la carretera provincial a Villar del Águila, como la propia de la que nace este cauce discontinuo de la Fuente Albacar, y que también forma parte de la red municipal de abastecimiento para el beber y aseo del paisanaje torrejoncillero.

Tomar el camino -recientemente remodelado para el tránsito de los camiones de transporte de gran tonelaje de las colosales aspas de los molinillos de viento-, que desciende desde el Monte por este valle hasta las Eras del Convento, es una invitación a un paseo que no nos defraudará por la belleza de este entorno, tan accesible y cercano al pueblo: ¡no hay quinto malo! Y siempre podremos tomar un respiro en el descenso por el empinado camino tras la expedición en el Huerto de Arcadio, y disfrutar de este rincón con sus numerosas acequias y árboles frutales, con su sorprenderte casa de labor escondida entre la variada y frondosa vegetación. Un refugio fortaleza que no en vano el diccionario histórico de la lengua española nos enseña que albacar o albacara es la superficie limitada por el recinto exterior de un castillo, y en el cual se solía guardar ganado, con lo que no puedo evitar dejar correr la imaginación, y pensar que quizás la toponimia del lugar que da nombre a ambas laderas de cabecera del arroyo no sea fruto del azar. 

Caseta del Huerto de Arcadio, en Fuente Albacar

Si hemos tomado la decisión del descenso desde el Monte por el camino del arroyo de Fuente Canal, la solución, sencilla, no será acercarnos al pueblo para abandonarnos en la banca de casa para el merecido descanso después de haber pateado tantas vaguadas y colinas, y sí continuar con denuedo en esta aventura por la fisonomía y la toponimia del término. Bien al contrario seguiremos haciendo camino, dejando a nuestra espalda La Tarasca, para adentraremos por el sur en el Santo, aquella almunia de urbanización caótica de zarzamoras, lilas, surcos y albercas, con sus asentillos y lozas de colores, y la abandonada casa de labor cercada por un pequeño bosquecillo de pinos piñoneros; vergel de los primeros juegos y escarceos amorosos de adolescencia en las interminables tardes de verano, huerto que ya forma parte del imaginario colectivo de mi generación -quizás la última- y las anteriores, ante su abrupta desaparición hace ya algunos años, cuando el paraje se transformó en una próspera y árida extensión agrícola, con su bien definidas lindes entre pardales inexistentes, y marciales besanas productivas. En este paraje se emplazó otra de las ermitas del pueblo, siguiendo la estela de abandonos también desaparecida, la Ermita de San Sebastián, dando muy posiblemente nombre a este lugar por referencia al mártir milanés, patrón de Villar del Águila.

Estamos todavía a media altura, a unos 920 m de altitud, hemos descendido del alto llano, pero aún permanecemos lejos del valle del Gigüela, y caminamos en esta cota hasta alcanzar el Barranco del Agua, el sexto de los vallejos de esta expedición, y el sensacional cerro del Gollizno. A este nuevo espectacular paraje, también podemos acceder desde la Mancivera por el camino de Villar del Águila, dejando a la derecha otra fallida finca de recreo, la de Panseguro, punto de partida fácilmente identificable por el único gran fresno de la zona y a su pie los escasos juncos de la fuente del Culo que la verdecen. En la falda del Gollizno, salvando el Santo, encontramos otro de mis rincones predilectos, una zona magnífica para pasear y contemplar el paisaje que ofrece esta zona, delimitada por este camino del Barranco y el de Villar del Águila, por el que en ocasiones parecerá que atravesamos un estrecho y corto desfiladero, entre lomas de olivares, sobrevolado por lechuzas y mochuelos si el paseo es silencioso y a la cálida luz del atardecer.

Paraje del Besuguillo, con los generadores eólicos alineados en entre el cerro del Gollizno a la izq, y la Moraleja a la derecha.

Esta zona denominada del Besuguillo, junto con la del Gollizno, me recuerda mucho a la del Salto de la Yegua con el que comenzaba este caminar por su similitud geográfica y geológica, pues a cada recodo hayamos sorprendentes recovecos de singular belleza paisajística, variedad de cultivos, y elementos etnográficos, como los abundantes restos de lapis specularis, también aquí indicando una nueva mina romana abandonada y escondida. O encerraderos para los numerosos rebaños de ovino manchego que pastaban en estas tierras, como el de Cruces donde guardaba Damián, Begin, su pastor, si giramos el rumbo barranco arriba para prepararnos de nuevo al asalto y la toma del puntal del Gollizno.

Este Barranco del Agua nace en el llano del Monte, entre los parajes del Escalón y Chirrín, de una longitud de no más de 2 km hasta aunarse con al arroyo de Fuente Canal en el paraje de las Covatillas, con una pendiente rectilínea y vertiginosa, salvando 150 m en una corta longitud inicial. Aquí también encontramos pegada al camino de Villar del Águila el corral y la casilla de la Beata: el gran número de chozos, corrales, majadas, apriscos del término bien merecen un completo inventario detallado, y que guardo en mi imaginario para otra ocasión. Animaría a todos los caminantes a iniciar el ascenso desde el Santo, y previa vista del chozo mencionado de Begin, por la escarpada senda de la derecha al Barranco, la de la ladera a norte de la Moraleja, hasta alcanzar nuevamente la cima del Monte. Esta estrecha senda de herradura, que en ocasiones podemos perderla de vista pues su traza se ha perdido en algunos tramos ante la falta de transeúntes y la irrupción desatada de la vegetación, quizás sea de las mejores para los aficionados al senderismo por el perfil que presenta, idóneo para esta práctica deportiva, y por la belleza del ascenso: ¡acaso hemos dejado atrás alguno sin encanto!

Nacimiento del Barranco del Agua, entre los parajes del Escalón y Chirrín.

En mitad de camino la parada se hace obligada para localizar escondida entre la vegetación la caseta de piedra del lejano huerto de Andrés Carús, en el paraje de La Losa, que como si del antiguo Hocino de Federico Muelas se tratara y desde donde el poeta conquense pondría el alma en su almena para componer su Soneto a Cuenca y cantarlo a las piedras de la Hoz del Huecar, Carús compondría a golpes de azadón certeros el surco perfecto para el fruto de su sustento, regado por la fuente de la Losa de este hontanar en la media ladera, acompasados por los ecos del rebuznar de los rucios serviciales y tercos, apostados en otros tantos hortales de este Barranco, como los del Tío Chute, Arruza o Juan, el Hongo, y tantos otros.  

¡Oh, tantálico esfuerzo en piedra viva!

¡Oh, aventura de cielos despeñados!

Cuenca, en volandas de celestes prados,

de peldaño en peldaño fugitiva.

Vista del paraje La Losa en el Gollizno, con la pequeña caseta de Andrés, Carús, a media ladera, a la izq.

Fijada la estampa bucólica, finalizaremos el ascenso para adentrarnos en la Moraleja, el último paraje del Monte. Este apéndice geográfico -así parece con el aspecto que toma entre las cuencas del barranco del Agua y Valdelacasa-, tiene tres puntales ahora claramente identificados, pues la ingeniería eólica ha querido situar otros tantos molinillos en hilera en cada uno de ellos, como testigos mecánicos para imaginarios titanes: el Puntal de la Butrera, el Puntal del Pilón, y el de La Moraleja. Cada uno de estos vértices merecen un parada sosegada y curiosa para asomarnos desde estos altos, como miradores exclusivos, a la belleza del paisaje que desde aquí divisamos. Alguien pudiera pensar que asomado a uno…, vistos todos. Pero nada más lejos de la realidad, pues situados en cada uno de ellos, como el “Street View” del buscador Google a la inversa, observaremos girar el término ante cada una de estas valiosas posiciones, explorando uno y mil detalles de todos estos parajes que identificamos y he venido enumerando, y si levantamos la vista hacia el valle del Gigüela, o más allá hasta el horizonte: las Sierras de Zafra, Almenara, Saelices, Altomira…, la mirada se hace eterna avistando otros lugares que desde nuestra posición estratégica se antojan encantadores, interesantísimos para la exploración detallada del microcosmos alcarreño y manchego que descubriremos; y serán aquí también para los amantes a la fotografía de paisaje quienes encuentren el filón idóneo para ejercitar esta afición, con disparos certeros, pues el encuadre se presta al halago, de manera natural.

Vista aérea de la Moraleja, con lo tres nuevos generadores eólicos alineados y situados en los Puntales de la Butrera, del Pilón, y de La Moraleja, de este a oeste (SigPac).

Esta larga travesía llega a su fin, quizás algo fatigados por el exceso de sensaciones que el camino ha deparado y el esfuerzo que ha supuesto este recorrido, en constantes altibajos, por parajes tan extensos, y nos preparamos para iniciar el descenso del Monte y volver al pueblo por el último de los vallejos de este inventario narrativo de la toponimia y geografía de las alcarrias de Torrejoncillo del Rey, que de forma no exhaustiva he tratado de enumerar en este viaje. El inventario del término requeriría un estudio detallado, técnico, concienzudo, y principalmente sentimental, espiritual, de la mano de aquellos mayores que con sus vivencias dejaran el trabajo completo con un contenido inmaterial más allá de una mera guía o compendio geográfico ilustrado con más o menos profusión de atlas y fotografías hermosas e impersonales, sin alma, ajeno a las innumerables vidas vividas en estas tierras ingratas, duras y bellas, que se están perdiendo inexorablemente de la memoria colectiva torrejoncillera. 



Tres estampas desde los Puntales de la Moraleja.

Si iniciábamos el relato en la frontera norte del término con Horcajada de la Torre establecida por el Barranco Gil, finalizamos “la curva de la ballesta” de esta sucesión de cerros y vallejos en la frontera sur con Villar del Águila, establecida de manera natural por el río de Valdelacasa. No puedo ocultar, por motivos obvios de tradición familiar, que este valle se trata de mi predilecto, ya que en él se encuentran las pocas parcelas de labor y monte del escaso patrimonio agrícola del que disponía mi suegro, desde que en los años sesenta junto con Juan Borrica y Silvero constituyeron una sociedad agraria en el conjunto de estas tierras de Las Compras y Fuente Miguel.

En el lote de reparto en el momento de la segregación, se encuentran la pequeña casilla de almacenamiento de aperos y esparcimiento, acondicionada para un gallinero y palomar, con un pedazo de tierra aneja, al norte, donde Alberto el Cordobés disponía el huerto y frutales: parras, higueras, ciruelos, membrillos…, que su cuidado y mantenimiento tanta satisfacción le darían en vida.

Con la alberca para la irrigación por el sistema por goteo del pequeño huerto, abastecida desde el pozo artesano junto al río, y que se alumbró originariamente en la década de los 60, en los inicios de la agrupación, para el riego por aspersores, con los tradicionales tubos de aluminio con enganches de cangrejo, del resto de las parcelas que se adentraban en el valle por el paraje citado de Fuente Miguel.

O el colmenar, que ya en la recta final de su vida crearía con tanta ilusión y sabiduría, ayudado por su conmilitón con el ganado apícola José, el Pillo, también tan triste y tempranamente desaparecido. Y todo este micromundo entre los Montes de la Moraleja y de Fuente Miguel con el Puntal de las Ánimas por testigo, ya en el término de la pedanía, creado por una intuición innata y una voluntad férrea, sólo quebrada por su delicada salud, a base de iniciativa y duro trabajo con la ayuda de la primera mecanización, la del viejo “Barreiros”, y el apoyo de su padre, el abuelo Diego al que tanto cariño mostraba con sus constantes referencia y recuerdos, enraizados a la tierra como la encina solitaria, preservada y cuidada hasta hoy, a los pies del Puntal.

Puntal de las Ánimas, y el paraje de Fuente Miguel gran parte reforestado de pinos, en el valle de Valdelacasa, con la encina de Alberto el Cordobés y el abuelo Diego, en primer plano.

El arroyo de Valdelacasa, con unos 10 kilómetros de longitud, nace en la Fuente Peñuela, a 1.071 m. de altitud, en los parajes de las Viñas del tío Antonio, y El Cubillo, casi queriendo tocar el nacimiento hermano del Hortizuela en el Espumarejo: a penas un kilómetro les separa, cada uno a ambos lados de la carretera de Huerta a la altura de la Morquera.

Como los estudiados hasta ahora, desciende vertiginosamente -perdiendo una vez más 150 m de altitud en apenas una legua-, por el valle hasta el cruce con el camino de Torrejoncillo a Villar del Águila, en el entorno del aprisco de ganado ovino de Julián Escribano y la casilla de Alberto en La Moraleja, para adaptarse el cauce a tierras más mesetarias, sosegándose hasta su desembocadura en el río Gigüela, cerca de la Ermita de Urbanos, en los parajes que custodian el río del Molino Anchea y Santa Brígida; no sin antes atravesar la carretera de Palomares del Campo por el Puente de los siete ojos y hermanarse con el arroyo de Fuente Canal en La Coronilla, en la encrucijada de caminos de La Vega, Los Molineros y la carretera de la Diputación Provincial CUV-7034 a la pedanía, situada entre estas cuencas del Cigüela y el Záncara, antiguo marquesado de Juan Jerónimo de Urrutia y Perez de Inoriza, Capitán de Coraceros de México, alcalde ordinario de la Ciudad de México, y alguacil mayor de la Inquisición de Nueva España.

Valle de Valdelacas, desde el Cerro de La Moraleja, al frente, el Rehoyo en el T. M. de Villar del Águila

Valle de Valdelacasa desde el Cerro de La Moraleja; al frente la línea del horizonte del Monte de Fuente Dulce, con el Puntal de las Ánimas en el punto más occidental.

Ha pasado ya más de un lustro desde que la extinta Asociación Cultural “Alonso de Ojeda”, entre sus muchas actividades culturales, lúdicas, deportivas…, organizara una ruta senderista por este Valle, iniciada en el Monte, en el camino de la Huerta en el paraje de las viñas del Tío Antonio. Fue una jornada fantástica la completada por el pequeño grupo heterogéneo chiquillos, jóvenes y mayores que participaron; un paseo agradabilísimo en el final de la primavera de 2016 por este impresionante y largo vallejo de Valdelacasa, con parada obligada en el aprisco de Julián Escribano, donde tuvimos la suerte de encontrarnos una cuadrilla en plena faena de esquilado mecánico de la majada, y disfrutar y aprender con esta experiencia de trabajo tan antiguo. Quizás sea el camino más adecuado y bonito para descubrir este entrono: descender desde el nacimiento hasta llegar al fondo del valle, y regresar al pueblo por el camino de Villar del Águila, atravesando estos sitios que he venido enumerando en las faldas de la Moraleja, Gollizno, Calero, y Valdepascual.

Pero si algo me llamó la atención, antes igual que ahora en este recorrido imaginario por parajes, catastros, mapas y fotografías, fue la soledad del campo, la total ausencia de una sociedad rural que albergue un mínimo de esperanza no ya sólo para su resurgir imposible en su modelo tradicional, o incluso mediante una repoblación virtual, basada en el mundo moderno, tecnológico, “con importantes concesiones de fueros, privilegios, exenciones o franquicias” al estilo medieval como las llevadas a cabo por Alfonso VIII en la Reconquista de estas tierras extremas; sino incluso para la subsistencia de esta última colectividad cambiante, híbrida entre la tradición y lo urbano, “donde apenas significa nada a la hora de construir su futuro”, prácticamente excluida de todo ámbito de decisión social, sin peso ni fuerza, sin libertad real, en su atonía insuperable. 

Durante el sendero transitado de estos 12 km por el Valle de Valdepascual y la vuelta al pueblo después de esta larga caminata, las soledades de estos parajes fueron -y son- palpables, desoladoras y eternas, que corroboran la lapidaria reflexión del escritor y periodista Sergio del Molino: “La España vacía, vacía ya sin remedio, imposible de llenar, se ha vuelto presencia en la España urbana”, de su libro La España vacía. Viaje por un país que nunca fue. (Ed. Turner. 2016).

No querría marcharme del Monte con esta visión tan pesimista del futuro social de Torrejoncillo del Rey, donde dejo un gusto agrio con oscuras palabras, y acaso sin lugar a la esperanza para la supervivencia de esta comunidad en la que vivo y con la que tan involucrado en mayor o menor medida en su sostenimiento y supervivencia junto con mi familia me hayo sin remisión desde mi mocedad. Vuelvo la vista atrás, una vez más en este viaje por las dos espectaculares alcarrias de Torrejoncillo, para repasar mentalmente los lugares y parajes que hemos recorrido con este texto, y agarrarme desesperadamente a sus nombres. ¡A las palabras que los nombran y representan!

Recientemente leía en el semanal cultural del ABC un artículo del creador del Reino de Celama, el escritor Luis Mateo Diez, titulado “Atmósferas verbales”, del que extraigo la siguiente frase: “No sé si las palabras huelen en lo que son o en lo que significan, sea o no sea un olor propio o un olor inducido al que la palabra sirve con lo que nombra y, a lo mejor, hasta en lo que sugiere”. ¿Acaso estos parajes nombrados de los Cerros y Vallejos de Torrejoncillo del Rey, más allá de lo que nombran o significan, de su etimología, no sugieren vidas pasadas? ¿No atesoran sólo por el hecho de nombrarlos, más allá de una unidad lingüística, toda la intrahistoria de un pueblo?

Mientras permanezca algún paseante, propio o foráneo, por estos altozanos, laderas y montículos, sendas y tinadas, abrigos, refugios y majadas, restos de huertos, fuentes y hontanares, oteros…; algún caminante sobre este mar de nubes que recorra estas tierras, bien por el mero hecho de ejercitarse, o disfrutar del paisaje, o por la curiosa investigación del patrimonio arqueológico y etnográfico,  o para la observación de la fauna y la flora…, pero que perciba y sienta el olor de las palabras, tome conciencia en su contemplación del alma que contiene estos Cerros y Vallejos en sus nombres, permanecerá viva esta España vacía, con la vana esperanza de lograr su supervivencia, contribuir a mantener su presencia. 


“¡Qué hermosura la de una puesta de sol en estas solemnes soledades!”

La casta histórica Castilla. En torno al casticismo. 1885. Miguel de Unamuno

Foto: Miguel de Unamuno en La Flecha, 1934.

Archivo fotográfico de José Suarez. 

EL CERRO DEL TELÉGRAFO. SAN BARTOLOMÉ.

No puedo terminar esta narración sin dedicar un apartado especial al Cerro de San Bartolomé, popularmente conocido como el del Telégrafo, por la torre de telegrafía óptica que se construyó en su cima en 1850. Evidentemente esta narración quedaría inconclusa si no incluyera entre sus páginas el último de los cerros -o el primero- que configura la fisonomía del término de Torrejoncillo del Rey, y que de manera tan visible se dibuja en el horizonte desde cualquiera de sus puntos cardinales. Como la Osa Polar orienta a los navegantes, así este cerro solitario nos establece el rumbo al pueblo, como el punto central, referente inequívoco, de una rosa de los vientos.

El cerro de San Bartolomé es lo que en geografía se conoce como un cerro testigo, un otero que debido a la erosión y la resistencia de su estrato superior aparece como un cerro solitario en una zona plana, en diversas formas, principalmente de pirámide truncada como es el caso de nuestro cerro sobresaliente. No es el único visible en la zona. El más singular es el del Cerro de la Muela o Cerro del Castillo de Amasatrigo en el término municipal de Campos del Paraíso, éste de menor tamaño, tanto en altura: 950 m, como en extensión: unas 12 ha., y con forma más acusada de un cono seccionado; y que también se presta a una visita interesantísima.

Si pudiéramos sobrevolar el cerro del Telégrafo, desde el cielo vemos que tiene la forma de concha de viera, como la del peregrino del Camino de Santiago, con las escorrentías erosionando su suelo, también de margas y calizas, como las costillas radiales de la valva convexa de este fósil, trazadas imaginariamente desde el aire.

Tiene una extensión de unas 70 hectáreas en manos de un único propietario: algún heredero de Doña Paquita, la maestra nacional, que ejerció en el pueblo en la década de los 50; y una altitud de 1.044 m, circundado por el camino de Valparaíso a levante, con el corral del Cerro a media ladera, y el de la Zarza a poniente, también con su corral al pie de esta falda, el de la Casilla del tío Illana.

Ambos caminos parten perpendicularmente del carreterín a Horcajada o camino de la Vega. Al norte, el trazado de la línea ferroviaria del AVE, la Autovía A40, y por último la vieja carretera Nacional, como adarves inexpulsables. Al sur, el Batán, junto al Gigüela.

Vista aérea del Cerro de San Bartolomé. Google Earth.


Visto de perfil, el cerro parece la cabeza de un enorme elefante yacente, viejo y agotado, como si el poderoso animal hubiese caído del caparazón de la “Tortuga del Mundo” surcando el espacio -la Gran A'Tuin de la fabulosa saga de literatura fantástica del escritor Terry Pratchett-, en algunos de sus giros inesperados de navegación ingrávida, abatido de soportar “Mundodisco”, para terminar sus días reposando en la Mancha Alta conquense.

Vista de la cara sur del Cerro de San Bartolomé, desde el Pozo Sales.

Como he comentado, en su cima encontramos varias construcciones. La principal, ubicada equidistante entre los extremos norte y sur, la que da nombre al cerro, la torre del telégrafo nº L2C-106 del ramal Cuenca – Tarancón, de la línea de telegrafía óptica Madrid – Barcelona, y que junto con las líneas que cruzaban el territorio español desde el centro a norte y a sur: Madrid – Irún y Madrid – Cádiz, se implantaron en España entre los años 1844 y 1854; si bien con escasos años de funcionamiento, ante la irrupción de la telegrafía eléctrica. Quizás su punto álgido fue durante la última guerra dinástica, red de comunicación básica en la contienda civil.

La anterior torre de este ramal, en excelente estado de conservación, muy apropiado para una intervención integral para su restauración y recuperación, se encuentra visible en Horcajada de la Torre, en el cerro igualmente con el mismo topónimo de “Telégrafo” en su término. Y la posterior en Carrascosa del Campo, en su Sierra, apenas restos de ella, oculta entre pinos y mancillada por los molinos eólicos del pueblo vecino, y las nuevas torres de comunicación de telefonía móvil. Las distancias entre ellas no supera los quince km. El estado de la nuestra, evidentemente, es lamentable. Construida en mampostería con piedra de yeso, apenas mantiene parte del zócalo, y resiste una única pared en pie, con los restos de muros, lienzos y pisos desgajados, amontonados y disgregados a su derredor. No obstante, bien merecería otra intervención para la limpieza, consolidación y conservación de los restos inhiestos de este vestigio histórico, como un gesto de última dignidad para esta infraestructura básica, ante su previsible e inminente desaparición.

Torre de Telegrafía Óptica nº L2C-106, del ramal Cuenca – Tarancón, de Torrejoncillo del Rey.

Esta línea de telegrafía fue declarada BIC con la categoría de Sitios Históricos, según Decreto de la Junta de CLM el seis de julio de 2019. La Diputación Provincial de Cuenca, en su etapa anterior, desarrolló un ambicioso plan para la intervención y restauración de este patrimonio para la comunicación del siglo XIX, en colaboración con el Colegio de Arquitectos de Cuenca, siendo agraciado el Ayuntamiento de Torrejoncillo del Rey con 40.000€ de ayudas para la torre de Horcajada, con cargo a los remanentes de esta Administración provincial de 2018, y que contó con el acuerdo previo de la familia propietaria Navarro Trapote para la cesión incondicional, altruista y desinteresada.

El cambio político en la Diputación dejó clara cuán volátil son los compromisos de las instituciones con los pequeños municipios. No voy a volver a este asunto, ya referido aquí sobre la falta de consistencia y continuidad en las políticas de defensa del Patrimonio de la Región. Y sobre mi opinión por la pérdida de estas ayudas, así como los 200.000€ concedidos –¡mira la bolita… dónde está la bolita!- para la restauración de la Ermita de Ntra. Sra. de la Paz, del desparecido convento franciscano del siglo XVI-XVII de Torrejoncillo del Rey, también con cargo a este remanente del ejercicio 2018 para infraestructuras y patrimonio de la D. P., remito a los curiosos a mi carta abierta al presidente de la institución provincial, publicada en diversos medios de la provincia en agosto de 2019.

Torre del telégrafo. Vista desde el Corral del Cerro.

El alto del cerro también acoge otra pequeña construcción de infraestructuras, no por ello menos importante. Se trata de un monolito que forma parte del Red Geodésica Nacional. En concreto es el vértice geodésico nº 60871, con el nombre de Torrejoncillo, construido en 1985, para referenciar exactamente esta posición geográfica. Está emplazado en la zona del llano del cerro más septentrional. Una vez más quiero entender que no es casualidad el emplazamiento de esta instalación geodésica estatal en el cerro del Telégrafo para localizaciones y georreferencias, una elección meramente técnica, científica.

Don Julián Balsalobre, en el capítulo de si libro dedicado a las ermitas de Torrejoncillo del Rey, en referencia a la de San Bartolomé situada en este cerro, escribía: “Este cerro era divisado por los pastores a gran distancia y lo conocían con el nombre del Pez, por su semejanza por los montones de trigo y cebada que en las eras se formaban después de haber sido trilladas las mieses y el trigo ya aventado. Les servía de orientación y para conocer las jornadas que les faltaban para llegar a su destino”. Los pastores referidos eran los trashumantes que guiaban el ganado desde la serranía de Cuenca a Andalucía y a las Extremaduras, y la ubicación de este vértice de hormigón en el alto y señero Telégrafo, una vez más me lleva a afirmar que las tradiciones, la transmisión de costumbres atávicas presentan la base para muchos de los avances e innovaciones tecnológicas, no siempre fruto del azar o la investigación, como en este caso, donde la ciencia llega a remolque de la sabiduría popular.

Vértice geodésico Torrejoncillo, nº 60871 de la Red Nacional de Geodesia, en el cerro del Telégrafo.

La última de las edificaciones a lomos de este plantígrado de calizas que hacen este cerro tan singular sería la Ermita de San Bartolomé, ubicada en el puntal del cerro, en verdad muy similar a la Atalaya, y como no podría ser de otra forma, construida a oriente. Si nos hemos fijado, a lo largo de este recorrido por las alturas del término, no encontramos en ninguno de sus vértices y puntales relacionados ermita alguna, a pesar del numeroso inventario de ellas en Torrejoncillo del Rey.

El núcleo urbano se encuentra rodeado de estos edificios sagrados, como un círculo de espectros protectores: Ermita de la Soledad, Ermita de Ntra. Sra. de la Paz, a punto de colapsar, Ermita de San Roque, hoy nave agrícola, Ermita de Santa Ana en el interior del cementerio, derruida e inaccesible, Ermita de la Esperanza, abandonada, siempre misteriosa, y la última, a mayor altitud que el resto, también desaparecida, la Ermita de Ntra. Sra. de los Dolores, al pie del cerro de las Carrasquilla, ubicada en lo que ahora ocupan los depósitos de agua para abastecimiento municipal del pueblo. En el callejero interior, los resto de la Ermita de la Salud; y extramuros la nombrada de Ermita de San Sebastián, en el Santo, o la mítica Santa Brígida y la Ermita de la Virgen de Urbanos morada de la Virgen amada y piadosa, en el confín del término, junto al valle del Gigüela. Pero la única que como escribo se construyó a estos más de mil metros de altitud de entre todos los cerros por los que hemos deambulado, sería, prominente, la Ermita de San Bartolomé.

Puntal del Cerro del Telégrafo, con los restos de la Ermita de San Bartolomé.



La festividad del evangelista Natanael, pescador, mártir galileo, desollado vivo y decapitado por su generosidad y dar a conocer fervientemente la palabra de Jesucristo y propagar su santa religión, es celebra el 24 de agosto. Don Julián, sobre esta ermita, escribe: “Por su situación, en la cima del cerro, pequeño tamaño, y distante de toda población, hace pensar que su construcción debió ser por haber ocurrido algún acontecimiento o por alguna promesa, lo cierto es que no se tiene noticias sobre su origen”.

Por mi parte, en este afán fantasioso por relacionar cualquier piedra, hontanar, paraje o mínima construcción con la España mágica, sin investigación o justificación documental alguna salvo la intuición desaforada y la imaginación sin tacto, diré que el culto al santo se remonta principalmente a la etapa de reconquista castellana, y entre otros es patrón de los pastores, agricultores, mineros, y transportistas de sal…, y mercaderes de queso, alimento básico no sólo del gremio, sino para su economía, elaborado como sabemos a base de la leche de ovejas y cabras.

Por todo esto, no puedo evitar, ante la numerosísima existencia de corrales, apriscos, rediles, majadas, chozos, dormideros…, para custodia de rebaños y refugio de ovejeros en el término (con dos de estas construcciones ganaderas a este y oeste), y la situación estratégica y de referencia del cerro testigo, con su posición emblemática para la ruta de las trashumancias merinas por la Cañada Real nº 4 del Collado Rubio, que cruza el término de Torrejoncillo del Rey, tangente al Telégrafo en su cara norte, incluso la proximidad de la propia mina romana de La Mora Encantada y sus rutas de cristal, apostillar a lo dicho por el viejo maestro de escuela, que la construcción de la ermita de San Bartolomé bien podría asentarse sobre los restos dedicados a alguna antigua divinidad pastoril como la diosa romana Pales, protectora de ellos, o la diosa Luna, Selene, que protegía de la Oscuridad a los mineros. Levantada acaso sobre una atalaya de vigilancia de otras Edades, al estilo de la Plaza de Armas, donde los pastores custodiaban las realas, o se protegían alrededor de un fuego con los astutos canes en vela, siempre aleta. O avanzada la reconquista y consolidación de los reinos cristianos, emplazar la primera ermita Ad maiorem Dei gloriam, bajo la advocación del apóstol, patrón de los pastores y agricultores, en este lugar fantástico, hermoso, y con tanta belleza paisajística extendida a su alrededor.

Restos del Corral del Tío Illana, ubicado en la falda del Cerro a poniente.


Restos del Corral del Cerro, ubicado en la falda a levante.

Desde su cima, el último límite de la línea del horizonte lo marca el alcance de nuestra vista, circundada prácticamente diáfana 360 grados, y la mirada que se nos ofrece se amplía ilimitadamente, limpia y espectacular, conmoviendo y ensanchando el alma, colmándola de colores: verdes, amarillos, ocres y grises en todas sus gamas y tonos según el avanzar de las estaciones del año; saturada por el olor de las palabras de los parajes y lugares, y cada uno de los rincones y detalles paisajísticos que desde aquí se divisan. ¡Y el azul, siempre el azul del cielo! La altitud de la meseta, y en particular de la Alcarria, es una altura acogedora y segura, y el tono del azul de estos cielos es como un manto protector, así el hábito de la Virgen de la Piedad de Urbanos.

Las alturas espectaculares de las altas sierras y montañas se antojan inquietantes y sobrecogedoras, me ahoga la inmensidad de su vacío, y me producen un vértigo turbador. Quizás sea la inexistencia de hogar y el trabajo del hombre en esas altitudes, desiertas e inaccesibles y que, sin su esfuerzo y labor moldeadora, implacable la naturaleza muestra su rostro más salvaje, con ese miedo atávico del ser humano a la soledad, al vacío y al aislamiento, sólo superado ancestralmente por la religión y el desarrollo de la agricultura y la ganadería.

Sin embargo, en las alcarrias, con su altura justa y medida, transición de terrenos agreste y laborables, caminamos con la permanente sensación de ir acompañado, sintiendo inquisitiva y preventiva la mirada curiosa de algún otro caminante, agricultor, cazador, o ganadero -aquí el campo siempre tiene ojos, percibiendo algún ruido metálico, manufacturado, y los sonidos de las criaturillas animales, conciliadores, que nos llegan sobre el viento.

¡Qué tranquilizador su sonido filtrado entre las acículas de los pinos! El viento entre pinochas y las hojas de los escasos rebollos y los quejigos chaparros por los que paseamos en los ascensos, es pacificador. La seguridad de sus oteros, valles, barrancos, y llanos, permite contemplar desinhibido la belleza total del paisaje, descifrar sus significados al completo, como observar un cuadro en la seguridad de un museo. En la Alcarria, la España vacía, es percibe menos vaciada, y sus soledades son en verdad “solemnes”, acogedoras y seguras.





Vistas otoñales desde el Cerro de San Bartolomé.


Las parcelas de labor, los olivares y las plantaciones de almendros, los caminos y lindes, se perfilan exactas, y los detalles se engrandecen. Vemos desde el cerro la sucesión en alternancia de vallejos y cerros recorridos aquí, delineando la lejanía en una única raya continua, perfecta, que se pierde en el horizonte, despidiendo y convergiendo el término hacia el infinito; y si tenemos la paciencia de agotar el día en San Bartolomé, las puestas de sol desde esta almena son espectaculares, únicas de colores naranjas y rojos por cómo tiñen el cielo en los atardeceres, cambiando sus tonos hasta la ciada lenta del sol, a los añiles y violetas. La noche. Y la diosa Luna.

La gran mancha verde de la Dehesa se identifica claramente en toda su extensión, como un esmerado parque urbano rodeados de edificios, pronto más arrinconada con la nueva minería de espejillo, por las ocho grandes plantas solares fotovoltaicas, que ocuparán las cerca de ¡727 has.!, (la extensión de la Dehesa es de sólo 115 ha), empequeñeciéndola y anulando lo excepcional de su belleza forestal, intimidada por la fanfarronería y la soberbia de estas nuevas instalaciones de producción de energía ecológica y verde.  Me pregunto si en futuro lejano, apocalíptico y distópico, no existirán arqueólogos como los citados que excaven los restos entonces inservibles, aniquilados por agotamiento, de estos parques de energía solar y sus paneles fotovoltaicos, devastadores del paisaje y de toda solemnidad de estas soledades, como las admiradas por Unamuno desde La Flecha, en la Salamanca castellana.

En el libro tercero de la segunda parte de Las dos Torres, del Señor de los Anillos, J. R. R. Tolkien nos presente un personaje entrañable, Barbol, el pastor de árboles, un Ent. El cerro testigo del Telégrafo es un pastor, ancestral y fantástico que observa indiferente y casado por la erosión de los siglos sus rebaños de cerros y vallejos, consciente de su fuerza superior, siempre vigilante, como un fiel mastín. El cerro de San Bartolomé es un pastor de Cerros. Ay Dios, si resurgiera de la tierra, poderos y hastiado, arrancando molinos, y con ellos, en su grandes y firmes manos, desbastar la comarca de líneas eléctricas de alta tensión, subestaciones, y placas solares productores de energía para el disfrute urbano, a mandoblazos certeros y terribles, pisoteando trastabillado los vertederos de residuos ajenos, de nombres engañosos que ocultan interesada y torticeramente la verdad del significado de las palabras: complejo medioambiental, ecoparque, planta de biogás, cementerio nuclear…, y arrasar con su ira todo cuanto ha dañado su rebaño de montes, manantiales, y arroyos. Como los Ents terminaron con la guarida del nigromante Sauron y su legión de orcos, como Don Quijote lanza en ristre cargó sobre gigantes, a lomos de su famélico penco.

Es sólo literatura fantástica. La Alcarria no volverá a llenarse de gente, si es que alguna vez lo estuvo, no creo en una gentrificación a la inversa de sus pueblos, que “la ciudad se haga presencia en la España rural”. La subsistencia de esta tierra pasa, entre otras inversiones y actuaciones, por la existencia de estas grandes obras de ingeniería, básicas, de las cuales ni mucho menos estoy en contra, y por la supervivencia de los últimos restos de su Patrimonio. Bien al contrario, soy partidario y defensor de estas instalaciones. De todas, sin excepción, inequívocamente. Es sólo proyectar este rencor con el recurso de la literatura fantástica. Intuir cómo el Estado y su pesada maquinaria burocrática, con una lentitud exasperante y calculada, parece no buscar, fuera de la propaganda, la coexistencia entre estas instalaciones necesarias e imprescindibles y el territorio donde se emplazan, constatar la inexistencia de compensaciones para lograr un nuevo equilibrio entre la tradición, el mundo rural, y la “España urbana”. Vislumbrar la desaparición de esta comarca desprendida y solitaria, moribunda y entregada, tal y como la conocíamos, cuyo futuro intuyo será continuar transformándose en la fuente de recursos y el silo de desechos de las ciudades, con su turismo sostenible, caprichoso y exigente de fin de semana, y los escasos habitantes resistentes, dedicados a su cuidado y mantenimiento, como dignos conserjes.

“¡¡Pero hoy no es ese día!! ¡¡En este día, lucharemos!! Por todo aquello que vuestro corazón ama de esta buena tierra, os llamo a luchar, ¡hombres del oeste!” Con estas palabras, el montaraz arengaba a sus huestes frente a la Puerta Negra de Mordor en la última parte de la trilogía del Señor de los Anillos, El Retorno del Rey.

Torrejoncillo del Rey está situado en un lugar privilegiado, en verdad sin mucha diferencia de cualquiera del puñado de los pequeños y encantadores pueblos que conforma la Alcarria Conquense. Quizás esta alineación de Cerros y Vallejos recorridos paso a paso en este relato, oteando el sur, en esta tierra de nombres que saben y huelen, bella y sorprendente, municipio abierto a la nueva Castilla, acogedor y extrovertido, puerta oriental de la Alcarria, siempre franca, lo confieren en un pueblo singular, excepcional, que bien se merece respetar, protegerlo, y luchar por él, acaso sencillamente recorriendo los parajes de su término, recordando y murmurando sus nombres, para no perder el origen y la razón de su existencia, no olvidar de dónde venimos, y que la defensa por la recuperación del equilibrio perdido, cobre así sentido.

Panorámica de los Cerros y Vallejos de Torrejoncillo del Rey, desde el Corral del Cerro, en San Bartolomé.


Torrejoncillo del Rey, en el día de san Blas de 2023

Carlos Cuenca Arroyo, es empresario y concejal del Ayuntamiento de Torrejoncillo del Rey



En el puntal de Pinchaires

Ayer mañana, desde el camino del Castillo al puente nuevo, en la Hoya del Hocino, arribé por lo derecho, sorteado aliagas y vade...