Me gusta colarme a hurtadillas en los solares abandonados por cualquier hueco de sus tapias semiderruidas o por las puertas reventadas, y pasear despacio entre la ruina inminente y sus patios.
En la primavera se colman frondosos de hierbas, altas y muy verdes, y flores silvestres de vivos colores. Las higueras comienzan a brotar y asoman sus ramas por las tapias, y los almendros esconden en el interior sus arzollas de los ojos codiciosos.
Para mejorar la estampa, si la tarde está lluviosa, el suave olor a tierra mojada acrecienta la expectación de allanamiento. Relucen los yesos cristalizados de las paredes, y los pequeños detalles entre las ruinas resaltan y destacan como viejos tesoros sin valor.
En estos solares agrestes evidentemente no hay seres mitológicos ni personajes de películas. La despoblación los ha echado a las ciudades, dónde pasan desapercibidos entre tanta fauna urbana.
Lo que sí descubres ocultos entre escombros y maleza son objetos hoy inservibles, de otras vidas, cachivaches amontonados en posiciones inverosímiles, antes útiles, que harían las delicias de la Fundación Antonio Pérez. Restos que el tiempo a desdibujado hasta hacerlos inservibles, a la espera quizás de una mano restauradora.
Fotografío fascinado estos objetos inanimados con el móvil, casi con miedo, como si estuviera robando algo con la instantánea y desvelando sin permiso la vida íntima que alguna vez tuvieron estas cosas viejas y sin valor hoy aparente, como si con la captura furtiva pudiera devolverlos a su antigua existencia.
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