No hace muchas semanas tuve un
encuentro casual en la calle, frente a la Ermita de la Soledad, con Rosario
Briones y con la Lucía, que conversaban animadamente. La Lucía
salía de su casa después de entretenerse un rato, ahora segunda residencia
desde que se trasladó a vivir a la Vivienda Tutelada municipal de Torrejoncillo
del Rey. Lleva viviendo unos años en este centro de mayores, pero no hay mañana
que no recorra el pueblo de parte a parte con su paso lento de achaques, apoyada
en un andador con frenos. Un trayecto por delante de casas en su mayoría deshabitadas,
que inicia desde el final de la calle Cruz Verde, donde se ubica este apacible
centro asistencial extramuros del pueblo, junto a la plaza de los toros y frente
al antiguo muladar. Recorrido que atraviesa la plaza de la Constitución y la
calle del Viento, hasta el final de la calle Soledad, donde se encuentra su
casa de toda la vida, la casa de La Morena.Es una pequeña casa esquinera de dos
plantas y la bajocubierta, la buhardilla. Aún mantiene la estructura de
arquitectura popular alcarreña. Van quedando pocas en este estilo tradicional
tan bien cuidadas y mantenidas en el pueblo. Sí, por el contrario, son muchas
las antiguas casas abandonadas, algunas colapsadas que urbanizan los
asentamientos de las calles del pueblo de solares con esqueletos estructurales,
o colmados de escombros, amontonados, oprobio de los antiguos hogares, como
túmulos de vergüenza y desamor, que proyectan una imagen
de urbanismo decadente, problema común de los municipios rurales.
La estructura es de muros de carga,
fabricados en mampostería de piedra de yeso tomada con barro y mortero
igualmente de yeso y cal tradicional. En este caso, el revoco de la casa de la
Lucía no cumple el coloreado estándar de la amplia gama de colores de la arquitectura
alcarreña: “desde el azul al añil, a los rojos y ocres rojizos, pasando por los
amarillos, anaranjados, ocres amarillentos y llegando a los grises”, y sí el monocolor de la arquitectura
manchega. La fachada reluce totalmente encalada de un blanco cegador a la luz
del mediodía, purificador, honradísimo, que resalta las sombras de los aleros,
rejas, y cables eléctricos como líneas rectas de tinta china trazadas sobre un
papel rugoso de Fabriano, sin mácula.
Los
huecos de esta fachada son pocos, al uso de estas construcciones humildes y
sencillas, dignas, donde predomina la economía al boato. Un par de ventanucos por
planta sin rejería, la puerta principal de acceso al edificio rehabilitada con
aluminio lacado en blanco, y una única ventana abalconada a ras de suelo para
iluminar la antigua taberna, ésta sí, enrejada, es toda la ornamentación. No sé
si estas aperturas mínimas de fachada son para mantener la casa fresca en
verano, y cálida y acogedora en el invierno, por esta condición aislante de
temperatura y ruido tan excepcional que caracteriza la piedra de yeso
tradicional, o para evitar que se escapen del hogar los recuerdos que atesora
desde hace casi un siglo, o que se contaminen de voces indeseadas que puedan filtrarse
por entre los huecos, y empañe la memoria guardada.Aquí pasa las mañanas, como si fuese
un Centro de Día a la inversa, registrando las sencillas y caóticas estancias
de la casa familiar y antigua taberna, igualmente de muros encalados,
blanquísimos, adornados con viejos retratos en blanco y negro de “su gente”,
estampillas de Santa Lucía, rosarios souvenir de viajes con cuentas brillantes,
y vírgenes de Urbanos que resaltan sobre las paredes inmaculadas, como estrellas
marianas azuladas.
De aquí a allá, subiendo y bajando la escalera de peldaños
irregulares de la modesta casa: de la taberna, hoy salita de estar, a la
cámara, otrora habitación de trabajo. La imagino conmovida por la memoria
olvidada al descubrir cachivaches envueltos en antiguos periódicos dentro del
cajón de alguna cómoda. Abriendo y cerrando las diminutas ventanas para
ventilar el pasado que habita la casa, y que no se mustien los recuerdos que se
van desprendiendo en la inspección. Pasando el polvo y evitando que los ácaros
devoren la memoria de la casa taberna de la Morena; o recolocando alguna
ajada cortinilla de color incierto de una alacena, descolgada de puro cansancio
de su cáncamo viciado, por la que se escapan los ecos de las acaloradas
conversaciones de los clientes de antaño, ebrias de vino, de copones y de
dioses.
Dejando
pasar la mañana absorta en sus pensamientos y escuchando las voces del pasado, según
pinta con paciencia, delicadamente, las láminas de los cuadernillos de mándalas
sicodélicas. Celosa del hogar que fue. Manteniendo la casa familiar con la sola
presencia de su venerable y lúcida ancianidad.